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Jorge Ospina Sardi

 

Mientras prevalezca una desorbitada creencia en la capacidad de la política para transformar positivamente a la sociedad continuará la tendencia actual hacia un creciente estatismo y hacia la extinción de libertades muy preciadas.

 

En muchos lugares del planeta los Estados se han arrogado una gran cantidad de atribuciones que no les pertenece, para el exclusivo beneficio de los políticos y grupos que los controlan y administran. Esas atribuciones son completamente injustificadas desde el punto de vista de los intereses generales de las poblaciones y se han prestado para toda clase de despilfarros, corrupciones y abusos.

 

 

El monopolio de la fuerza ha sido indudablemente el primer instrumento de poder y control en manos de los Estados. Supongamos que ese monopolio a nivel de un país es legítimo porque constituye un instrumento insustituible con el cual se logran garantías mínimas de seguridad y defensa para gran parte de las poblaciones y porque permite la implementación de un sistema generalizado o extendido de justicia.

 

Puesto de otra manera, este monopolio de la fuerza es necesario para garantizar la presencia de una última instancia que establezca e implemente con economías de escala reglas generales de conducta con las cuales se mantiene a raya el absolutismo de los múltiples pequeños poderes que posee cada comunidad. La experiencia histórica muestra que la tendencia de esos pequeños poderes, en ausencia de una razonable y proporcionada fiscalización, es a “hacer de lo suyo” con vidas, propiedades y libertades ajenas. 

 

No ha sido afortunada la experiencia histórica con la presencia de estos pequeños poderes absolutos. Por ejemplo, antes del surgimiento de los Estados nacionales, en ausencia de autoridades centrales, el 95% de la población vivía en condiciones de pobreza. Solo fue con el surgimiento de esos Estados nacionales, especialmente a partir del siglo XIX en adelante, que empezó a protegerse, así fuera imperfectamente, la propiedad privada de las mayorías y a respetarse en mayor grado derechos individuales y empresariales básicos. 

 

Este fue un punto de partida para que a partir de ese siglo, o sea en estos últimos 200 años, se presentara, en varias regiones del planeta, una aceleración del progreso económico como nunca antes se había visto en la historia de la humanidad.

 

 

El éxito de los Estados nacionales en el aseguramiento de unas protecciones mínimas a vidas, propiedades y libertades tuvo el efecto contraproducente de hacerle creer a las poblaciones que ellos tenían la “varita mágica” para resolver otros problemas. Y quienes se dedicaron al oficio de la política se dieron cuenta de inmediato que esas espurias creencias populares eran aprovechables para ser explotadas en beneficio propio y en el de sus mas cercanos compinches. 

 

Fue así como las teorías socialistas que ofrecen “el cielo en la tierra” con base en la intervención de los Estados en todos los aspectos de la vida comunitaria obtuvieron crecientes apoyos populares. Empezó a tener acogida la tesis según la cual un estatismo a ultranza financiado con expoliaciones de riquezas e ingresos de los mas exitosos en las actividades económicas, o de quienes por herencia o por distintas circunstancias de la vida poseyeran mas, era la fórmula para lograr paraísos y desterrar pobrezas. 

 

Estas teorías que promueven un estatismo a ultranza parten del supuesto que quienes mas poseen o ganan lo hacen explotando a unas “víctimas”, las que deben ser resarcidas o compensadas de alguna forma. Quienes poseen o ganan mas entonces deben ser expoliados en beneficio de las víctimas. 

 

El problema con esta visión no son solamente las arbitrariedades e injusticias en las que se incurren –y el mal uso que se pueda hacer del monopolio de la fuerza– al dividir y agrupar a las poblaciones en victimarios y víctimas. El otro problema es que en ese proceso de expoliación a supuestos victimarios y de resarcimiento a supuestas víctimas se destruyen entramados productivos, se distorsionan los sistemas de incentivos que guían la conducta humana, y se crea un oneroso sistema de intermediarios conformado por politicos, funcionarios estatales, y sus contratistas.

 

Una vez abierta esta especie de Caja de Pandora del intervencionismo estatal con el cuento de la redistribución de riquezas e ingresos, se multiplican las excusas para llevarlo a otras áreas o actividades. Todo en una comunidad se vuelve susceptible de ser manipulado y alterado por el Estado. Todos los pequeños, medianos y grandes problemas que enfrentan las comunidades se convierten en pretexto para acrecentar ese intervencionismo. 

 

Nada detiene un proceso que surge de unas alocadas pretensiones de solucionar temas que no tienen solución inmediata con unas gigantescas estructuras político-burocráticas que abusan de sus poderes y que por sus excesivos costos y elevadas ineficiencias terminan por constreñir las potencialidades de progreso y prosperidad de comunidades enteras.

 

 

Los partidarios del estatismo a ultranza no solo han sido los socialistas. Lo han sido también liberales, conservadores, economistas y sociólogos, y organizaciones sindicales, entre otros. Todos se han dejado seducir por un esquema que es presentado como la panacea, pero que transgrede las mas preciadas libertades individuales y empresariales y acarrea unas inmensas corrupciones y derroches.

 

El estatismo moderno se entromete hasta en el último rincón de la vida de individuos y empresas. Uno de los principales instrumentos que utiliza para tales efectos es el sistema tributario. El propósito de los Estados con los impuestos no es solamente recaudar unos ingresos para financiar unos gastos. El objetivo es, para efectos de control, obtener y manipular una información exhaustiva de todos los movimientos financieros y de capitales de quienes poseen alguna riqueza o ingreso. 

 

Las tarifas impositivas son altísimas, pero lo peor ni siquiera es eso. Los expoliados, llamados eufemísticamente “contribuyentes”, son obligados a llevar una muy detallada contabilidad de esos movimientos y están expuestos a unas descomunales multas e incluso cárcel en caso de incumplimientos y equivocaciones.

 

Hoy en día los Estados usan a los establecimientos financieros como sus vigilantes y espías. En esos movimientos financieros y de capitales la presunción no es de inocencia sino de culpabilidad. No importa el monto de los movimientos, todos se presumen culpables de “lavado de activos”, “evasión de impuestos” y “enriquecimiento ilícito”, hasta que demuestren lo contrario, proporcionando una información que no tienen por qué proporcionar. 

 

Individuos y empresas, las que no están en la informalidad, no solamente son requeridas con una copiosa información que solo a ellas les incumbe sino que también están sometidas a toda clase de regulaciones y permisos previos por parte de unos Estados que se creen con el derecho de intervenir en decisiones que no son las suyas. Les han hecho creer a las poblaciones que las atribuciones para usufructuar estos y otros poderes proviene de la voluntad popular.

 

Estos Estados interfieren en los contratos y negocios entre particulares, restringen y regulan distintos mercados con justificaciones espurias, y salen a argumentar que si no lo hacen las comunidades se auto destruyen. Son ellos quienes con sus ineficaces, erráticas e interesadas intervenciones trastocan y perturban la buena marcha de las economías y de las convivencias sociales. 

 

 

Cómo se ha llegado hasta aquí, es una buena pregunta. Ni siquiera los reyes mas absolutistas y despóticos de siglos anteriores hubieran soñado con tanto control y poder. Los mas jóvenes y muchos otros creen que esto hace parte de una “normalidad”. Pero, ¿quién dijo que esos poderes y controles que políticos y funcionarios estatales se han auto concedido constituyen una “normalidad”? 

 

¿Cómo compagina esa creciente concentración de poderes y controles en unas pocas manos con sistemas políticos que se precian de ser democráticos? Todavía hay quienes creen en el cuento que esos políticos y funcionarios representan intereses generales y no los suyos muy específicos. Todavía hay quienes viven obnubilados con demagogias que los exhiben como adalides del “pueblo”, promotores de las “igualdades” y defensores de la “justicia social”.

 

Todavía hay quienes creen que los Estados “piensan” y “actúan” como si tuvieran vida y voluntad propia. Esta burda visión antropomórfica desconoce que los Estados no van mas allá de las conductas de unos políticos y funcionarios que tienen las mismas limitaciones y falencias personales que afligen y apesadumbran a toda la especie humana.  

 

De manera que no hace sentido alguno que individuos y empresas, que organizaciones comunitarias de distintas clases, les concedan a estos políticos y funcionarios carta blanca para inmiscuirse en sus cotidianidades y violar su sagrado derecho a la privacidad. 

 

El creciente estatismo actual es una completa aberración. Hay que dar marcha atrás para recobrar unos amplios espacios de libertad y autonomía con los que se lograría, entre otros beneficios, que políticos y funcionarios estales no se aprovechen indebidamente del encargo que reciben relacionado con el manejo del monopolio del uso de la fuerza. 

 

Individuos y empresas no deben proporcionarle al Estado sino una mínima información sobre sus actividades. Deben recuperar una íntegra libertad de hacer con sus riquezas y capitales lo que a bien dispongan. 

 

Los Estados no deben poder expandirse mas allá de los recursos disponibles, ni deben poder expoliar a las poblaciones con impuestos que superen unos muy exigentes  límites. Sus funciones deben ser unas pocas, las mas indispensables. Sus intromisiones por medio de regulaciones y permisos previos deben ser la excepción y no la regla. 

 

Así entonces con esta filosofía de gobierno crear las condiciones para que quienes pretendan imponer unos opresivos y abrumadores estatismos no encuentran apoyos ni caminos para hacerlo. Para que se eliminen mordazas y se rompan telarañas que impiden que las libertades germinen y rindan sus espléndidos frutos.