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Jorge Ospina Sardi

 

El deconstruccionismo no es propiamente una filosofía. Es la negación de cualquier teoría. Es la ausencia de una presencia. Es una postura intelectual facilista. Crear requiere de gran esfuerzo y capacidad. Demoler lo creado demanda mucho menos trabajo.

 

Para el deconstruccionista los pensamientos no significan nada. Exceden cualquier significado según lo explica uno de sus apóstoles Jacques Derrida (por ejemplo en Positions, London, 1987). Por esa razón hay que llamarlos “pensamientos”, es decir ponerles comillas. 

 

Con un decontruccionista no vale la pena ni siquiera discutir. Si lo que yo afirmo no hace sentido, lo que él afirma tampoco lo hace. Sus afirmaciones no son mas que unas “verdades” suyas que niegan la existencia de otras “verdades”. No hay base firme desde donde iniciar un intercambio de puntos de vista. 

 

Las “verdades” del deconstruccionista no son verdades sin comillas y por lo tanto, no son del interés para el resto de la humanidad. Son “verdades” que ni siquiera tienen la pretensión de serlo y cuyo interés no trasciende mas allá del ego de quien las formula. 

 

 

La alternativa que plantea el decontruccionismo 

 

Como la anota Roger Scruton, el deconstruccionismo ha sido adoptado “como un arma contra las estructuras hegemónicas y autoritarias de la cultura tradicional” (An Intelligent Person’s Guide to Modern Culture, St, Augustine’s Press, Indiana, 2000). Esta cultura tradicional es lo que llamamos Civilización Occidental, una que ha alcanzado los mayores logros espirituales y materiales que ha visto la humanidad en su historia conocida, y a la cual no se le ha encontrado sustituto equiparable.

 

El deconstruccionismo coloca nuestra cultura y civilización en entredicho acudiendo a un insustancial relativismo que iguala la creación con la destrucción y que intenta convencernos que el mundo ideal es un mundo “no creado”, o una negación de lo ya creado. 

 

En ese mundo del deconstruccionismo la legitimidad, la autoridad, la objetividad y los valores que orientan nuestra conducta, se encuentran completamente subordinados a las exigencias del poder. “El poder de quienes poseen sobre quienes no poseen, de los hombres sobre las mujeres, de los burgueses sobre los proletarios, de los heterosexuales sobre los homosexuales…” (Scruton, p. 146). 

 

Para los deconstruccionistas, esas estructuras de poder son tóxicas, por decirlo de alguna manera. Entonces hay que utilizar el poder de la deconstrucción para despojarlas de la “indumentaria” que esconde su toxicidad. Exponerlas como lo que son: unas relaciones de poder cuyo objetivo es solo eso, el poder por el poder. 

 

Los compromisos filiales, deberes, amistades y apegos son solo disfraces de esqueletos guiados por motivaciones de poder. Se trata de un gélido y descolorido mundo donde las negaciones priman sobre la fe y el amor. Un mundo en el cual la verdad es lo que el poder decide y las realidades no son mas que unas construcciones para atender sus requerimientos. 

 

Un mundo que pulveriza los valores religiosos y morales que son los que imprimen carácter y determinan el talante de individuos y sociedades. Básicamente un mundo sin puntos de referencia y sin encauzamientos. En últimas, un mundo de alienados. 

 

 

Somos lo que somos por la civilización a la que pertenecemos

 

Las instituciones y los ordenamientos sociales que hemos creado a lo largo del tiempo, sus manifestaciones culturales, los sistemas de creencias y valores en los que se apoyan, todo eso es fruto de esfuerzos no solo de las generaciones actuales sino de las anteriores. El deconstruccionismo menosprecia esos logros que lo son del espíritu humano y que trascienden la inmediatez de lo contemporáneo.

 

Somos lo que somos en gran medida debido a la civilización y cultura en medio de la cual nacemos y vivimos. Al juzgar una civilización y cultura solo tenemos como vara de medida la comparación con otras vigentes o con las que nos precedieron. Si en esa comparación los logros en lo espiritual y los avances en lo material superan a los alcanzados en otras civilizaciones y culturas, entonces nos podemos dar por bien servidos.

 

Los innumerables logros creativos de la Civilización Occidental ponen en entredicho la pertinencia y necesidad de adoptar las tesis de los descontruccionistas. Porque al final de cuentas en ella se han entremezclados valores que reafirman y estimulan compromisos y responsabilidades, sacrificios y afectos, y que han resultado en ambientaciones sociales conducentes a unas continuas mejoras en las condiciones de vida. 

 

Esos valores no se dan en el vacío. Evolucionan y se perfeccionan por medio de elaborados procesos de ensayo y error, de inteligentes adaptaciones a circunstancias que son necesariamente cambiantes y volátiles. Destruir por destruir, en lugar de enmendar e innovar, es abrir de par en par una caja de Pandora donde reposan las fuerzas demoniacas de los distintos poderes. 

 

 

Los poderes surgen de las relaciones de dependencia

 

No hay nada mas patético que la manera como algunos académicos actuales y sus estudiantes se escandalizan con las presencia de distintas manifestaciones de poder. Es como si estuvieran descubriendo la pólvora al percatarse que esas manifestaciones son componente integral de toda vida comunitaria. Pero la pólvora se descubrió hace mucho tiempo.

 

Los seres humanos somos dependientes los unos de los otros. Es inevitable que esas dependencias, que lo son en múltiples frentes, generen relaciones de poder. Es mas, a medida que con el progreso material y con el avance en lo intelectual se acentúa la división del trabajo, también así se sofistican los espacios y las esferas de colaboraciones y dependencias, y el tema del adecuado manejo de las instancias de poder adquiere una especial relevancia. 

 

Escandalizarse porque existen unas cada vez mas sofisticadas relaciones de poder, buscar que desaparezcan o negar la necesidad de su presencia intrínseca, como lo pretenden los apóstoles del descontruccionismo, es invocar realidades que no son de este mundo. Pero lo mas grave es que se trata de una postura corrosiva, enemiga de utilizar la sabiduría acumulada de los esfuerzos ya realizados para lograr nuevos avances en temas de cultura, economía y política en general. 

 

Las relaciones de dependencia entre los seres humanos deben estar condicionadas por un serie de valores que las dignifiquen, que las eleven a un plano de deferencia y respetabilidad ante propios y extraños. Convencionalismos, hábitos y costumbres ya probadas tienden a ser de suma importancia en el día a día, porque facilitan, enserian y familiarizan los relacionamientos. 

 

Los deconstruccionistas son enemigos de los protocolos y formalidades que lubrican y suavizan el uso del poder. Desconocen que los avances comunitarios en las condiciones de vida vienen acompañados, no de la desaparición de relaciones de dependencia ni de los empoderamientos que ellas conllevan, sino de su manejo cada vez mas responsable, atemperado y civilizado. 

 

Todo ello no se da en un vacío. Las tradiciones culturales y los valores de todo tipo que constituyen los elementos distintivos de una civilización, son punto de partida ideal para mejoras adicionales. Especialmente si se trata de civilizaciones como la Occidental que han recorrido un extenso trayecto con resultados positivos (dentro de las relatividades propias de los distintos períodos históricos).

 

 

Libertades individuales y manejo civilizado del poder

 

Un elemento vital de la Civilización Occidental ha sido la lucha por limitar el uso abusivo de las esferas de poder en distintos ámbitos de la vida comunitaria. Pero limitar no significa el desconocimiento que sin la presencia de esos poderes se impondría la anarquía y lo que algunos llaman, la ley de la selva.

 

No se conoce otra civilización que haya sido tan exitosa como la Occidental en la conformación de esquemas políticos que protegen las libertades individuales. Esas libertades son requisito sine qua non para impedir y frenar los abusos y las arbitrariedades en el uso de los poderes en las diferentes relaciones de dependencia. 

 

Los deconstruccionistas carecen de la perspectiva histórica sobre cómo, a diferencia de otras civilizaciones y culturas, se han abierto paso en la Civilización Occidental creencias, leyes y costumbres que sitúan a las libertades individuales, y la defensa de los derechos humanos básicos, en un plano central de los relacionamientos humanos. 

 

Ese proceso, que por supuesto nunca será definitivo o perfecto, ha dejado unas enseñanzas que son muy diferentes a las de los deconstruccionistas. Las libertades individuales no surgen de la nada, requieren de entornos jurídicos y políticos que las consagren como esenciales, y demandan de una conciencia colectiva que valore su importancia. 

 

El perfeccionamiento de la operatividad de esos entornos es una ardua tarea donde se funden los intereses de las generaciones actuales y futuras con fuerzas inerciales que provienen de los esfuerzos realizados por generaciones anteriores. Los deconstruccionistas menosprecian y ridiculizan la complejidad, historicidad y gravedad de los procesos que analizan. 

 

La obliteración de los sistemas de valores en los que se apoyan ordenamientos políticos y económicos que encumbran a las libertades individuales, como lo proponen los deconstruccionistas, sería un salto hacia la proliferación de poderes ilimitados. Representaría un  retroceso en lo cultural, político y económico de proporciones inimaginables. 

 

Por eso hay que tener siempre los pies sobre la tierra y analizar alternativas y posibilidades con base en resultados y hechos concretos. Exactamente lo opuesto a lo que hacen los deconstruccionistas con sus interminables y difusas argumentaciones basadas en "hábiles" juegos de palabras.