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Jorge Ospina Sardi

 

Los seres humanos siempre sueñan con mundos que escapan a sus posibilidades. Pisar tierra firme es una experiencia traumática porque implica reconocer las propias limitaciones. La lucha por la libertad es lo que impulsa a la humanidad hacia nuevas alturas.

 

Los sueños irrealizables, si bien se manifiestan permanentemente, no por ello deben ser aceptados como orientadores de conductas y comportamientos. Despistan y aturden a la hora de la coordinación de medios y fines. En la política llevan a frustraciones y desastres colectivos. Estos últimos originados en el derroche y mal uso de esfuerzos y recursos. 

 

Las utopías políticas (y las demás utopías) parten de un inconformismo existencial con lo que se tiene. Suponen que existe un mundo no expuesto a los problemas y situaciones que se viven en el presente. Surgen de un repudio hacia las experiencias de vida que se conocen. Son refugios de la imaginación en mundos que no son los de este mundo. 

 

Algunos dirán que las utopías políticas son inofensivas. Pero no lo son básicamente porque la naturaleza humana, racional y animal a la vez, no cambia por imaginársela distinta. Al no tener asidero en la realidad no sirven como punto de referencia sobre cómo ha de ser el futuro, ni proporcionan luces objetivas sobre ideales que sean dignos de luchar por ellos. 

 

Peor aun, hacen inevitable acudir a chivos expiatorios para explicar los fracasos en el logro de metas inalcanzables. Lo que lleva a persecuciones y hostigamientos de todo tipo a unos seres humanos que no encajan o se amoldan a las fantasías y ficciones de los políticos y gobernantes que las promueven.

 

 

Un ejemplo muy conocido es el de la utopía marxista de la dictadura del proletariado como paso previo antes de lograr una sociedad sin Estado. Con la dictadura del proletariado surgiría un “nuevo hombre” sin prejuicios y polifacético que no necesitaría de un gobierno o autoridad central. Con la dictadura del proletariado desaparecería como por arte de magia los controles de unos seres humanos sobre otros seres humanos. 

 

Sin embargo, donde se implantó la dictadura del proletariado ella llegó para quedarse. Solo sirvió de excusa para oprimir opositores y coartar las libertades individuales y empresariales. Por lo general, todas las dictaduras consiguen adeptos con la promesa de que son la única vía para alcanzar lo inalcanzable y que si lo inalcanzable no se logra es por culpa de quienes son considerados opositores. 

 

Por supuesto que hay otras utopías que parten del supuesto que los seres humanos, cuando interactúan en condiciones de una total libertad, se las arreglan para organizarse mejor y prosperar económicamente. Entonces, en visiones extremas, proponen eliminar el Estado, al igual que leyes y reglas de comportamiento que restringen, de una forma u otra, sus conductas problemáticas. 

 

Estas otras utopías desconocen que se requiere de leyes y reglas generales de conducta cuya implementación y cumplimiento, no siempre pero si en algunas ocasiones, exige de la actuación de una última instancia como juez y garante. Esta función de última instancia puede requerir el uso de la fuerza, para lo cual hay que disponer de normatividades específicas y de sistemas de penalidades por violaciones. Y es así como surgen unas institucionalidades que son o semejan a las de un Estado.

 

Aún suponiendo que se dispone de un sistema donde imperan fluidamente las libertades económicas y políticas, su lógica se ve entorpecida por motivaciones impregnadas de maldad, o sea las que buscan hacerle daños a otras personas por odios, venganzas, o por razones fortuitas. Entonces surge la pregunta de con quién, cómo y hasta dónde imponer frenos y enfrentar las amenazas que se derivan de comportamientos erráticos, hostiles y abusivos. 

 

 

La respuesta a tan complejo interrogante no reside en desconocer la maldad que hace parte integral de la naturaleza humana y menos aún en afirmar que esa maldad es exclusivamente el resultado de marcos institucionales o de leyes vigentes. Poco o nada se obtiene con acudir a la ingenua tesis de Rousseau según la cual los seres humanos nacen buenos pero la sociedad los corrompe. 

 

También peca de ingenuidad la tesis según la cual los seres humanos se las arreglarán sin la presencia de autoridades que impongan algún orden en lo relacionado con el cumplimiento de unas leyes y reglas generales de conducta que tienen por objeto asegurar convivencias pacíficas y que hacen mínimamente predecibles los comportamientos. 

 

Según esta otra ingenua tesis todo se resuelve con pequeños poderes intermedios transitorios que surgen espontáneamente para resolver en forma oportuna y definitiva unos conflictos y choques de intereses a menudo irreconciliables y que afloran en unas interacciones humanas en las que salen a la superficie pasiones y sentimientos no del todo racionales. 

 

“A la hora de las galletas”, como dicen por ahí, la experiencia histórica muestra que los pequeños poderes tienden al absolutismo en sus reducidos entornos e incumplen con sus responsabilidades con respecto a la protección de vidas, propiedades y libertades. Qué solo una autoridad mas fuerte puede moderar sus mas perniciosas inclinaciones y evitar en lo posible que se refundan esas protecciones.

 

La existencia de maldades e irracionalidades en la naturaleza humana destruye la presunción a la inocencia en la que se fundamentan las utopías de las sociedades sin Estado. La propuesta que, por ejemplo, en este sentido ofrece el anarco capitalismo, no solamente no cuenta con expresiones históricas válidas sino que además parte del muy dudoso supuesto que estos problemas relacionados con conductas atípicas se desvanecen si se eliminan poderes políticos centralizados y extendidos. 

 

 

Es utópico pensar que un sistema de organización económica, el capitalismo, pueda regentar todas las esferas de los relacionamientos políticos y sociales. Que todas las actividades sean susceptibles de encuadrarse dentro de la lógica de un intercambio voluntario de servicios motivado por el interés económico de las partes.

 

El capitalismo no está hecho para administrar o manejar situaciones que escapan a la lógica que le es inherente, así haya teóricos que digan lo contrario. Hay diversas actividades que claramente requieren de instituciones que operan por fuera de esa lógica. Instituciones cuyo funcionamiento no se basa en acciones o actividades de carácter voluntario. 

 

Y aquí se entra inevitablemente en el terreno de conductas que se rigen por criterios que son los propios de la actividad política. Son criterios en los que priman consideraciones de poder, simple y llanamente. Si bien la economía es un componente importante en las ecuaciones de poder, el uso de la fuerza, sus instrumentos, adhesiones y sentidos de pertenencia trascienden con cierta frecuencia los intereses puramente económicos. Si no fuera así no habrían guerras ni expoliaciones de riquezas y propiedades. 

 

Las visiones utópicas económicas ignoran que el interés propio se extiende al uso y abuso de posiciones dominantes y de ventajas heredadas o adquiridas. El uso del poder por el poder mismo suele ser un importante catalizador en la satisfacción de ese interés propio. 

 

Ese poder se puede adquirir mediante intercambios voluntarios o por medio del uso la fuerza. En las sociedades donde es mayor el respeto por las libertades individuales y empresariales la esfera de lo voluntario adquiere una especial relevancia, pero aún así nunca podrá desligarse de su relación simbiótica con la esfera de las imposiciones por la fuerza.

 

 

Entonces todo esto nos lleva a cómo se debe organizar una comunidad para evitar las mas dañinas y problemáticas expresiones del poder político. Por supuesto que está fuera de foco la actitud de los utópicos que los lleva a pensar que todo se resuelve desconociendo la existencia de un tema que siempre estará presente.

 

A mi entender, solo hay dos caminos complementarios para minimizar los perjuicios que se derivan del uso y abuso del poder. Uno de ellos es el de la muy trillada división de poderes o balances entre poderes. En esto la humanidad ha avanzado en los últimos tiempos, pero todavía queda mucho camino por recorrer especialmente en aquellos lugares culturalmente mas atrasados o menos civilizados del planeta.

 

Pero hay otra área en la que se deben hacer permanentes y considerables esfuerzos para contrarrestar unas propensiones, que son ancestrales o de origen tribal, que llevan hacia unos crecientes estatismos y que se han reforzado con los desarrollos tecnológicos de estos últimos tiempos.

 

Aumentos graduales y continuos por parte de los Estados en sus gastos, en sus expoliaciones de riquezas e ingresos a través de impuestos, en sus regulaciones sobre las actividades individuales y empresariales, y en los controles que ejercen a través de la recopilación de una pormenorizada información sobre las vidas íntimas de los ciudadanos. 

 

Esta tendencia hacia unos cada vez mas asfixiantes estatismos es completamente inaceptable para quienes valoran las libertades económicas y políticas, para quienes todavía no le han vendido el alma a los intereses y demagogias de los poderes políticos. 

 

Los poderes políticos centrales, aunque necesarios para lograr economías de escala en la cobertura y cumplimiento de las leyes y reglas de conducta general y para mantener unificados a territorios extendidos, poseen una inercia de expansión similar a la de los huecos negros del universo.

 

Devoran a los poderes intermedios y a las riquezas y libertades que circundan su órbita, por lo que corresponde reducirlos a unas razonables proporciones. Hemos llegado a ese punto en casi todos los lugares del planeta y no hay otra alternativa válida que las de unas “revoluciones libertarias” que prioricen la protección de vidas, propiedades y libertades. 

 

Aunque el sentido del honor y de la grandeza, así como el espíritu de servicio público, pueden moderar los impulsos mas nocivos de los intereses dedicados a satisfacer las ambiciones y apetencias de los poderes políticos, nunca serán suficientes sin la fijación de unos límites muy precisos a sus responsabilidades y competencias.

 

 

En un orden político y social balanceado y bien entendido nadie, ni gobiernos ni terceras personas, deben disfrutar del poder de violar el derecho a la privacidad de individuos que cumplen con las leyes. Nadie, ni gobiernos ni terceras personas, ni mucho menos entidades financieras, deben requerir información detallada a individuos que pagan por un servicio y cuando no hay subsidios o préstamos de por medio. 

 

Ningún gobierno debe tener el poder de exigirle a sus ciudadanos rendición de cuentas sobre sus ocupaciones, emprendimientos, ingresos y el uso que hacen de sus riquezas. Por eso hay que eliminar impuestos esclavistas como son el de renta y patrimonio y el de ventas sobre valores agregados, y sustituirlos por un solo tributo, el impuesto general a las transacciones (IGT) que se liquida sobre valores brutos y no netos, tal como se propone en mi ensayo “Sistema tributario compatible con una revolución libertaria”. 

 

Los gobiernos no deben gastar mas de lo que reciben por impuestos, concesiones y multas. Se le debe prohibir a los bancos centrales emitir para financiarlos, excepto en casos de guerras o grandes calamidades domésticas. 

 

Se debe respetar la libertad de negociar y transar en cualquier moneda, al igual que la de ingresar o repatriar capitales a dónde lo determinen sus dueños, sin trabas o supervisión alguna por parte de autoridades gubernamentales y siempre y cuando no se trate de la financiación de actividades criminales. 

 

Se deben respetar los contratos realizados libremente entre las partes, incluidos los que tienen lugar en los mercados laborales y de arrendamientos. Las únicas leyes aplicables a estos contratos deben ser las consignadas en los códigos civiles y penales, eliminando cualquier otra normatividad. 

 

Ningún sector o actividad puede ser condenada al ostracismo productivo con políticas gubernamentales discriminatorias. Los gobiernos deben tratar a todos los sectores y actividades con iguales criterios, sin hacer diferencias entre ellos. Y así se puede extender la lista a temas como el de los permisos previos que otorgan y el de la descentralización de sus funciones.

 

Se llega de esta manera a lo que deber ser lo fundamental en la contienda política actual: revertir con leyes y reglas claras de carácter general las tendencias hacia unos crecientes estatismos, con la mira puesta en centrar las actividades de los gobiernos en lo básico y librar así a las sociedades de los desafueros y costos que conllevan las aspiraciones de unas clases políticas –y de las tecnocracias que las cohonestan– a apropiarse y aprovecharse de unos poderes que no les pertenece.