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Jorge Ospina Sardi

 

Cuando aumenta la producción de bienes y servicios –cuando aumentan los niveles de ingreso y gasto– las alternativas se expanden en relación con el uso potencial del tiempo, lo que trae consigo la llegada de la sociedad frenética.

 

Con el progreso económico se multiplican el número de alternativas en cuanto a usos del tiempo y los individuos se enfrentan a decisiones cada vez más complejas. Tienen que decidir entre actividades que compiten entre sí por un tiempo limitado que no les alcanza.  

 

En la sociedad frenética los individuos llevan un ritmo de vida acelerado y congestionado. El éxito es para quienes se distinguen por su viveza, cálculo y prontitud en las decisiones acertadas. Los estilos de vida que surgen tienen poca o ninguna relación con el pasado. Lo importante es lo novedoso y la tradición deja de ser considerada como el principal elemento en la toma de decisiones individuales y colectivas.

 

Se genera un ambiente poco propicio para aquellas creencias y modos de conducta que se basan en sistemas religiosos o filosóficos que recalcan la inmutabilidad de la naturaleza humana y la estabilidad del medio circundante. Un mayor número de actividades son realizadas en función de “trabajar más para ganar más y para gastar más por unidad de tiempo”. Algo así como pretender resolver el problema de la cuadratura del círculo.

 

En la sociedad frenética la presión sobre los individuos es inmensa. Tanto en lo que tiene que ver con el número de ocupaciones e intereses en los que se involucran como por la rapidez de las decisiones que deben adoptar en los distintos frentes. 

 

Con frecuencia los individuos terminan estrellándose contra las paredes. Muchas veces ello sucede porque el primer eslabón de la cadena, la esfera del trabajo, con su premio de una alta remuneración, termina por absorberlo todo, incluida la vida social propiamente dicha. 

 

El matrimonio es con empresas y trabajos que ofrecen la mejor paga, pero bien se sabe que ese es un matrimonio donde los divorcios son frecuentes, especialmente por la rapidez de los cambios dentro de las mismas empresas y en las naturalezas de los trabajos. 

 

Pero, además, el mundo del trabajo no sustituye o es un muy pobre sustituto afectivo y sentimental de lo que sería una vida estable basada en relaciones personales duraderas. Es obvio, por ejemplo, que en la sociedad frenética las amistades estrechas y profundas requieren de un tiempo que no existe y de un entorno tranquilo por siempre ausente. 

 

Ahora bien, esas presiones sobre los individuos se incrementan a medida que las sociedades avanzan en lo económico. No hace sentido caer en una especie de nostalgia sobre lo deseable del ritmo de vida anterior, ni pregonar que la solución es “tomar las cosas con calma”. Simple y llanamente el entorno no permitirá que prosperen ese tipo de actitudes. 

 

Los nostálgicos y el filósofo contemplativo quedarán a la vera del camino, sin entender muy bien la naturaleza de lo que está sucediendo frente a sus ojos. 

 

Ni tampoco vale la pena educar a los niños con un sistema de valores antagónicos a la vida de la sociedad frenética. Hay que prepararlos para un mundo que va a ser incluso más frenético que el actual y que, sin lugar a dudas, será más exigente en materia de las habilidades y las destrezas que demanda. La intensidad rítmica en la sociedad que les corresponderá vivir será aún mayor y eso implica aprender a administrar grados de tensiones hoy desconocidos y que para muchos ya son excesivos. 

 

El reconocimiento de que la sociedad frenética llegó para quedarse implica adoptar una actitud realista frente a fenómenos culturales y sicológicos que estarán cada vez más presentes en la vida diaria y de los cuales nos damos golpes en el pecho sin saber muy bien de que se trata.

 

Por ejemplo, en la sociedad frenética es usual que se presenten depresiones y otros trastornos sicológicos que no son otra cosa que válvulas de escape frente a las crecientes tensiones a que están sometidos los individuos. Y naturalmente, en ese entorno prospera el consumo de toda clase de drogas, incluidas la coca y la marihuana, con las cuales las individuos intentan vanamente superar los impactos de esas tensiones.

 

Surge la pregunta de si la calidad de vida es superior en una sociedad frenética a la de una sociedad menos acelerada. Pero la respuesta es irrelevante por cuanto los ciudadanos pertenecientes a la sociedad frenética no están preparados para vivir en otras sociedades sin que los abrume el aburrimiento y la falta de resultados en relación con sus objetivos de vida. 

 

Así también, quienes no hayan vivido en la sociedad frenética desconocen sus particularidades y exigencias y requerirán de un traumático proceso de adaptación si se incorporan a ella.