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En Colombia, muchos de quienes analizan temas económicos critican la revaluación del peso. Lo hacen sin saber muy bien de lo que hablan.
 
Durante décadas la economía colombiana se desenvolvió en medio de devaluaciones masivas, hiperinflaciones anuales entre 15% y 30% y en general, una alta inestabilidad de las variables macroeconómicas.

Durante esas décadas, el PIB creció a unas tasas mediocres, inferiores a las de muchos países asiáticos, por ejemplo. La depreciación de la moneda, muchas veces inducida por el propio gobierno, favoreció a algunas industrias, pero perjudicó de manera notable a los consumidores y aniquiló el ahorro de los más pobres y de quienes no podían aumentar su ingreso al mismo ritmo de la desvalorización de la “moneda ladrona.”

A lo anterior se agregan unos aranceles y costos de importación, que fueron y son los más altos de la región, no obstante la apertura de los años noventa. En Colombia, en pleno Siglo XXI, lo importado se consigue a unos precios ridículamente altos. ¿Quién paga por todo esto? La totalidad de los colombianos, o sea 46 millones de consumidores.

Sorprende cómo cualquier producto importado vale entre 100% y 200% más que el precio puesto en puerto colombiano. ¿Por qué este sobreprecio? Aranceles, IVA sobre aranceles, elevados costos de transporte, comisiones gigantescas para intermediarios importadores. Y descaradas comisiones para los funcionarios públicos, si se trata de importaciones oficiales.

Falta competencia en Colombia en los negocios de importaciones, quizás por lo cerrado que tradicionalmente ha sido el país. No existe la avidez para escoger adecuadamente lo que se importa, es decir, para analizar y encontrar la mejor oferta en el mercado internacional en términos de calidad y precio. En las grandes compras y licitaciones, el compadrazgo se impone por encima de consideraciones económicas.   

Pues bien, con un peso fuerte y relativamente estable en su fortaleza se favorece la conformación de negocios eficientes de importaciones, para beneficio de empresas y consumidores.

Con un peso fuerte y relativamente estable en su fortaleza aumenta el poder de compra de todos los colombianos frente al resto del mundo. Y no solamente se incrementa la capacidad para adquirir en el exterior bienes de consumo y para viajar, sino también para hacerse a computadores, electrodomésticos y a una infinidad de equipos y maquinarias que se requieren para modernizar el sistema productivo.  

Con un peso fuerte y relativamente estable en su fortaleza se valorizan los activos de los colombianos. Desde la finca raíz hasta los representados en las diferentes empresas que operan en el país. Se protege así el esfuerzo de ahorro y de emprendimiento empresarial de la gran mayoría de la población.

Con un peso fuerte y relativamente estable en su fortaleza se estimula el ingreso de inversionistas extranjeros a Colombia. No solamente es para ellos señal de seriedad en el manejo macroeconómico, sino que la rentabilidad de sus negocios deja de estar expuesta a movimientos caprichosos e impredecibles de la tasa de cambio.

Con un peso fuerte y relativamente estable en su fortaleza se facilita el manejo de la inflación, de las tasas de interés y en general, de la política monetaria. Se posibilita adoptar políticas monetarias expansionistas sostenibles a lo largo del tiempo.

Con un peso fuerte y relativamente estable en su fortaleza se expande el mercado de capitales y se favorece el acceso del gobierno y de las empresas a fuentes menos onerosas de financiamiento externo e interno.

Con un peso fuerte y relativamente estable en su fortaleza son más transparentes las negociaciones laborales de todo tipo. Los trabajadores no están expuestos a pérdidas no anticipadas en su poder adquisitivo.  

Ahora bien, ¿cuáles son las ventajas de un peso sujeto a periódicas devaluaciones? ¿Cuáles son las ventajas de una “moneda ladrona”? Difícil encontrarlas. No hay que olvidar que Colombia casi siempre tuvo un peso débil, sin que ello se tradujera en resultados económicos y sociales dignos de resaltar.

Algunos opinarán que sectores como el de la floricultura necesitan de un peso débil para colocar sus productos en Norteamérica, Europa y Asia. Pero el argumento se puede voltear. Si para que prospere el negocio de la floricultura se requiere de un empobrecimiento del resto de los colombianos, entonces, ¿para qué el esfuerzo?

¿No será que los floricultores colombianos pretenden mantener una rentabilidad imposible en un mundo globalizado, en el cual los márgenes tienden a ser relativamente estrechos por obra y gracia de una fuerte competencia, y para beneplácito de todos los consumidores de flores del planeta? En otras palabras, no se le puede pedir a los colombianos que sufraguen el costo de garantizarle a los floricultores una rentabilidad que ya no es la de hace unos años.

La Colombia actual exporta hidrocarburos, carbón, café, oro, níquel, banano, azúcar, y toda clase de productos manufacturados, además de flores. Lo importante para mantener y aumentar la mayoría de estas exportaciones es un entorno que favorezca la inversión y una constante innovación, así como las alianzas estratégicas con el resto del mundo, para lo cual es indispensable la existencia de un peso fuerte y relativamente estable en su fortaleza.

No se puede estar en el plan de subsidiar a unos exportadores cada vez que a otros exportadores les va bien, o cada vez que el país atrae recursos de capital externo de alguna consideración.

Por todo lo anterior, devaluar artificialmente, reintroducir la “moneda ladrona”, golpear el poder de compra de todos los colombianos para elevar la rentabilidad de algunos negocios, no parecería ser un lúcida propuesta de política económica. Quienes la hacen y al mismo tiempo se ufanan de su “heterodoxia” (como el columnista Andrés Hoyos del diario El Espectador), sólo enfatizan sus limitados beneficios, sin referirse a los muy extendidos costos que conllevaría su implementación.