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Tanto el Presidente de Venezuela como sus seguidores son víctimas de varias falacias. Una de ellas es la falacia de la utopía.
 
Roger Scruton describe varias de esas falacias en su último libro The Uses of Pessimism (Oxford University Press 2010). Este filósofo conservador inglés se refiere, entre otras falacias, a la de la utopía, la que podría aplicarse a la manera de obrar y pensar de quienes actualmente gobiernan a Venezuela.

Las mentalidades utópicas son dadas a creer en un futuro en el cual los conflictos y los problemas de la vida humana son resueltos por completo. Un futuro en el que la gente vive en unidad y armonía. En que todo está dirigido por una voluntad única (llámese voluntad popular o cualquier otro nombre) cuyas omniscientes actuaciones excluyen la posibilidad de disidencia. 
 
Para los utópicos todos los conflictos o problemas que enfrenta la humanidad tienen una “solución final”. No se trata de resolver de la mejor manera posible y caso por caso problemas específicos, sino de hacerlos desaparecer para siempre con la “solución final”. Con la “solución final” se elimina, como por arte de magia, todo lo que crea tensión y conflicto.

Obviamente hay distintas clases de utópicos. No necesariamente concuerdan en cuál debe ser la “solución final” a los distintos problemas que agobian a la humanidad. Cada utópico le asigna una importancia distinta a las causas de los problemas. Pero el marxismo logró darle renovada vida a una añeja y fracasada idea: la de que la propiedad privada ocupa un lugar preponderante como origen de desigualdades y conflictos, y que su remoción conduce al paraíso en la Tierra.

En el caso de la utopía detrás del nazismo, para poner otro ejemplo, atribuye el origen de muchos males sociales a la falta de pureza racial y presenta a la limpieza étnica como una "solución final". Y así se pueden citar otras visiones utópicas diferentes al marxismo, y que han surgido en distintas épocas y entornos sociales.

La característica más importante de las utopías es que son inalcanzables porque se fundamentan en un optimismo desaforado sobre la naturaleza humana y sus posibilidades, y en una visión extremadamente simple sobre las complejidades de la cooperación social. Por ejemplo, los marxistas creen ciegamente en unas supuestas leyes científicas que producen cambios en la infraestructura económica de las sociedades y que llevan inexorablemente a la desaparición de la propiedad privada. Después de un período que podría definirse como uno de “guardería socialista”, vendrá la “dictadura del proletariado” en la cual desaparecerá el Estado, las leyes y la división del trabajo.

Según Karl Marx, en la utópica dictadura del proletariado cada persona colmará plenamente sus necesidades y deseos “cazando en la mañana, pescando en la tarde, recogiendo el ganado al culminar la jornada diaria y embarcándose en crítica literaria después de la cena” (en La Ideología Alemana). Esta infantil visión de la utopía fue el único intento que hizo Marx para describir como sería la vida en sociedad una vez eliminada la propiedad privada. Nada dijo acerca de con quién y cómo se produciría la escopeta de cazar, la caña de pescar y los libros para leer. Y menos se refirio a con quién y cómo se construirían los caminos, se fabricarían las medicinas, se edificarían las viviendas, y se daría existencia a la infinidad de objetos, instrumentos, y servicios que demanda la vida en sociedad.

En la utopía de Marx no hay leyes, pero todo funciona como si se percibieran los beneficios de un orden jurídico establecido y en perfecto funcionamiento. En ella, están disponibles, como maná caído del cielo, todos los bienes y servicios que requiere la cooperación social, en abundancia pero misteriosamente sin dueños ni motivaciones que induzcan a producirlos.

Ahora bien, los que promueven la utopía marxista, tal como es el caso de Chávez y sus seguidores, aparentemente no se dan cuenta que las “soluciones finales” no existen, que los conflictos y la competencia están ahí para quedarse, y que los intentos por lograr una unidad de propósito y una igualdad absoluta de condiciones son incompatibles con las libertades requeridas para una coexistencia pacífica entre extraños.

Dado que las utopías son inalcanzables, los utópicos se involucran en una lucha de nunca acabar. Como las utopías son inalcanzables, son inmunes a la crítica y no son objeto de refutación (no son científicas). Pero si sirven para condenar en forma abstracta al mundo tal como es, y para justificar su toma de control y su destrucción.  

Al buscarle una solución simple y completa a los conflictos humanos, los utópicos destruyen todas las instituciones que han sido creadas a lo largo del tiempo y que han permitido resolverlos caso por caso, de manera gradual pero segura, mediante precedentes, costumbres y leyes. No se percatan que no hay recetas milagrosas para la solución de la gran mayoría de los conflictos humanos. Las soluciones, si es que así se pueden llamar, dependen de una gran diversidad de acuerdos y negociaciones, que solo fructifican en el marco de costumbres y leyes, y gracias a la operación de instituciones que los utópicos rechazan y se proponen destruir.

Los utópicos usan, entonces, la pureza abstracta de sus utopías, para condenar cualquier desviación. Y más grave aún, para calificar como criminal lo que consideran son traiciones al ideal que las distingue. Justifican las destrucciones, expoliaciones y abusos como componentes de un inevitable parto para lograr un mundo que no pertenece a este mundo. 
 
Los chivos expiatorios, los culpables de que los ideales inalcanzables no se alcancen, son múltiples. Pueden serlo grupos enteros de la población, individuos específicos o extranjeros. A medida que la “solución final” no se concreta y que el paraíso no aparece por ningún lado, las disculpas están a la mano. La culpa de la falta de progreso es resultado del saboteo de “la burguesía”, del “imperio”, del “sistema capitalista”, y de los “medios de comunicación vendidos”, entre otros.
 
Los utópicos terminan por controlarlo todo para vengarse de una realidad que detestan. Una realidad tozuda que no se ajusta a los designios y planes que se han trazado. Con el control total de una realidad por siempre esquiva, los utópicos declaran que hay conspiraciones de todo tipo que impiden la realización de sus ideales. Recurrentes conspiraciones, imaginadas o reales, que son presentadas como palos en las ruedas en el tránsito hacia la sociedad sin conflictos. Se trata de una lucha sin cuartel que demanda la aniquilación física o sicológica de adversarios presentados como los causantes de que las utopías no se materialicen.  
 
De ahí que las sociedades controladas por utópicos tiendan al totalitarismo absoluto y a dividir a los seres humanos en inocentes y culpables. Y a reprimir implacablemente a estos últimos.
 
Naturalmente lo fácil para los gobernantes utópicos es caerle a los grupos más exitosos, expoliar sus riquezas y redistribuirlas entre ellos y sus más dóciles servidores. Reviven aquella primitiva y salvaje práctica de sacrificios para purificar y validar la nueva realidad.

Después de destruir la realidad tal como era antes de la llegada al gobierno de los utópicos, surge una nueva realidad desoladora. Una sociedad sin energía propia y amedrentada, donde no hay lugar para desviaciones de ningún tipo.  

Los gobernantes utópicos no querrán que la población más sumisa descubra que la utopía es inalcanzable. Que la gente vuelva ser dueña de sus esfuerzos y de sus éxitos. Que disfrute la vida tal como se presenta sin necesidad de subordinarla a un futuro irreal. Que prospere en espacios autónomos sin acudir a los favores del poder totalitario. Y si a sus espaldas sucede todo esto es porque algo anda mal y, entonces, hay que aplicar más control y represión para sofocar estas “sospechosas” manifestaciones que son interpretadas como rezagos del orden social anterior.

Sin embargo, al final de cuentas la vida sigue su curso. El cinismo se apodera de quienes apoyaron inicialmente a los utópicos. Después de todo, son funestas las consecuencias de destruir lo existente sin sentar bases que conduzcan a un mejor y más próspero orden social. Si bien la gente aprende a vivir dentro de la mentira, tal como señalaba Vaclav Havel al referirse a la situación de su país en la época del comunismo, nunca perderá la esperanza de que alguien o algo acabe con la artificiosa y asfixiante entelequia que les ha sido impuesta. 
 
Es lo que sucederá con la Venezuela de Hugo Chávez tarde o temprano. El sometimiento a un ideal inalcanzable, la represión que trae consigo su búsqueda, todo eso va finalmente en contra de esa llama que arde al interior de cada ser humano y que no es otra cosa que la libertad de forjar el destino propio, sin rendirle pleitesía ni pedirle permiso a quienes circunstancial y temporalmente administran el poder político.