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La represión ha tenido un relativo éxito en Colombia. Preocupa la situación en Perú y México. Sigue lejana la alternativa de la legalización.
 
Los esfuerzos de erradicación del cultivo y persecución de los carteles ha llevado a los narcotraficantes a trasladar algunas de sus operaciones a Perú. El gobierno de Perú todavía se queja de una reducción de 35% en la ayuda que recibía de Estados Unidos para combatir este flagelo. Se le ha atribuido al narcotráfico la financiación que ha conducido al resurgimiento de grupos criminales como Sendero Luminoso.

Pero, ¿cuál es la situación del negocio actualmente? En 2008, Colombia dominaba la producción mundial de hojas de coca con 81.000 hectáreas sembradas, una reducción de 18% en relación con el año anterior. Perú es el segundo productor mundial con 56.100 hectáreas y un crecimiento de 4,5%, mientras que en Bolivia el área fue de 30.500 hectáreas y registró un incremento de 6%. Tanto en Perú como en Bolivia el área cultivada ha ido en aumento en la presente década.

En términos de producción de pasta de coca, la de Colombia cayó 28% en 2008 al pasar de 600 a 430 toneladas métricas. Cerca de 200 toneladas de cocaína fueron decomisada en 2008, un aumento de 57% frente a 2007. Más de 3.200 laboratorios fueron destruidos, un crecimiento de 36% en comparación con el año anterior. En los últimos 6 años han sido extraditados a Estados Unidos 957 personas en casos relacionados con narcotráfico. No obstante lo anterior, cerca de 51% del consumo mundial de cocaína es atendido desde Colombia.

Los narcotraficantes compran la hoja de coca a un precio que oscila entre US$4 y US$6 el kilogramo. No hace mucho un kilogramo de pasta de coca de alto grado se vendía en Europa en US$100. En ocasiones de mucha escasez, tal como sucedió a finales de 2008, el precio en Nueva York se disparó a US$200 el gramo.

Para obtener la pasta de coca se usan solventes como el keroseno, ácido sulfúrico y carbonato de sodio. En promedio, de 110 kilogramos de hoja seca de coca, se extrae apenas un kilogramo de pasta de coca. Con una refinación adicional, utilizando más ácido, acetona y amoníaco o permanganato de potasio, 1 kilogramo de pasta de coca se puede transformar en 400 gramos de cocaína pura. A los costos de procesamiento hay que agregar los de transporte al por mayor y los de distribución minorista, que son considerables por el riesgo involucrado. El valor total de las ventas finales anuales del negocio de la cocaína se aproxima actualmente a US$70.000 millones.

Es por todos conocida la escabrosa experiencia de Colombia desde los años ochenta con el crimen y la corrupción asociada con el narcotráfico. En México, esa violencia ha costado 9.000 vidas desde comienzos de 2008. También es conocido el impacto del cultivo ilícito de coca sobre el medio ambiente. Según el Vicepresidente de Colombia Francisco Santos, cada gramo de cocaína implica la destrucción de por lo menos cuatro metros cuadrados de bosque.

Aunque nadie discute sobre el impacto negativo del tráfico de cocaína, existe la controversia acerca de su legalización y las maneras de combatir su producción y consumo. Es claro que los esfuerzos de varios gobiernos a lo largo de los años no han tenido los resultados esperados. Según el ex Presidente de Brasil Fernando Enrique Cardoso, miembro de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia: “Con el enfoque basado en la prohibición y represión no hemos logrado reducir los cultivos, ni el consumo, ni el narcotráfico. Falta la disminucióin de la demanda y que los adictos sean tratados como un problema de salud pública. Esto no significa liberalizar el consumo y no reprimir a los grandes grupos de narcotráfico, pero tenemos que cambiar de paradigma y actuar en forma más inteligente”.

Sin embargo, los riesgos de enfoques que se quedan a mitad de camino son muy altos. Los entornos más permisivos son aprovechados por los narcotraficantes —y los grupos al margen de la ley que se lucran del negocio— para ganar rápidamente en poder económico y político. El posterior desmonte de ese poder, si es que se logra, es una tarea que exige una gran cantidad de recursos, de esfuerzos institucionales y de sacrificios en vidas. O sea que con sólo bajar la guardia en la represión, se corre el riesgo de que esos grupos criminales adquieran un poder excesivo y políticamente desestabilizador.

De manera que la alternativa parece estar entre la legalización completa o la actual basada en la represión y prohibición. Ambigüedades sobre la legalidad sólo favorece a los que están en el negocio. En justicia, el camino actual de prohibición y represión debe ser valorado por su contribución en evitar que el problema del narcotráfico haya alcanzado unas mayores proporciones a las actuales. Pedirle a cualquier alternativa la eliminación total o casi completa del problema de la droga no es realista.

La legalización o liberación completa, por su parte, no parece ser por ahora viable dada su poca aceptación en países consumidores como Estados Unidos. Pero tampoco hay que exagerar sobre la gravedad del consumo. Se estima por Naciones Unidas que en 2007 unas 16 millones de personas en todo el planeta consumieron cocaína por lo menos una vez en el año. En Estados Unidos un 2.8% de la población consume cocaína (no todos son adictos), y en otros países como España un 3%. Lo cierto es que estos países tendrían que desarrollar campañas preventivas, más efectivas que las actuales, dirigidas a los grupos vulnerables.

Reducir el consumo no es fácil si se tiene en cuenta que la historia de la humanidad ha demostrado la inexorable presencia de un porcentaje de la población con tendencia a la adicción de narcóticos y a otras sustancias que alteran la percepción de la realidad. La experiencia con el cigarrillo y el licor le dan validez a la tesis de que cualquiera que sea el camino escogido para combatir el consumo de la cocaína (y de otros narcóticos), a lo máximo que se puede aspirar es a mantenerlo en límites considerados como socialmente aceptables o manejables.